Aquí os traigo a la ganadora del concurso del primer aniversario de Palabras desde Otromundo: Nerea Polo con su historia La Marca. Nerea Polo tiene su propio blog El Baúl de los Mil Desastres. Ahora os dejo con el relato ganador:

La Marca

Cerró la puerta de un golpe y apoyó la espalda contra ella, sintiendo el sudor que corría por su frente y el que bajaba por su nuca. Tenía el pulso acelerado y sentía su corazón a punto de salirse del pecho. Respiró hondo y apretó las manos en un puño, tragando saliva.

La casa estaba en silencio y las velas apagadas. La ventana de su estudio estaba abierta y podía ver las gotas empapando los papeles del escritorio, haciendo que la tinta se corriese. Se apartó de la puerta y corrió a bajar la parte superior, cerrando los ojos ante el soplo de aire fresco que azotó su rostro.

Sus ropas estaban empapadas y goteaban sobre el suelo de madera, formando pequeños charcos a su alrededor. Se quitó los guantes mojados y los puso sobre una silla, sin preocuparse de su estado. La estancia estaba helada y se apresuró a encender la chimenea. Sus dedos agarrotados tiraron de la capa hasta que esta cayó al suelo con un ruido amortiguado y pudo respirar.

La marca aún seguía ahí, vibrante como si tuviese vida propia.

        Cerró los ojos y se dejó caer en una silla, escuchando el crujido de la madera bajo su peso. Suspiró y se cubrió la cara con las manos, moviendo la cabeza de un lado a otro.

La culpa era de su hermano. Isaak era el culpable. Él, con su afán de descubrir civilizaciones y secretos antiguos. Él, que se mofaba y afirmaba que no le daba miedo aquello que procedía de ultratumba. Y todo había sido culpa suya.

Fue ella quien comenzó a notar sus cambios. Las salidas a horas intempestivas, el cambio de humor de Isaak, la palidez y las ojeras que aparecieron en su rostro. Su pobre y anciana madre apenas descansaba, sentada en su mecedora con una vela a su lado que iluminase el triste salón. Todas las noches, hasta que Annabel se la encontró una mañana con los ojos cerrados y nunca más despertó.

Después de aquello, estuvo sola. Su hermano apenas estaba en casa y cuando estaba tenía la mirada perdida y la tez cenicienta. Sus ojos miraban a la joven de manera nerviosa, como si hubiese algo que ocultase.

La noche en que Isaak llegó tambaleándose, con heridas en el cuerpo, Annabel pensó que aquello era demasiado. Su hermano pasó dos días en su cuarto encerrado sin dejar que Annabel le curase si quiera. La joven escuchaba ruidos extraños y voces guturales que procedían de detrás de la puerta cerrada. Voces que murmuraban cánticos en lenguas extrañas y que parecían prohibidas.

Isaak partió aquella noche sin despedirse de su hermana. Su mirada estaba vacía y Annabel observó el peso que había perdido. Descubrió, en su mano izquierda, una extraña marca. Una marca que parecía palpitar en la piel de su hermano.

Tras la partida, Annabel se echó una capa sobre los hombros y salió a la calle en pos de su hermano. La noche era fría y había una neblina que rodeaba todo a su alrededor. La joven tuvo que acelerar para seguir los pasos errados de su hermano, que parecía estar en un estado hipnótico.

Isaak la llevó hasta los muelles de la ciudad y una de las zonas más pobres. Algunos marineros gruñían mientras llevaban el cargamento hasta el barco y otros se dirigían hacia la taberna más cercana. Annabel se preocupó de estar escondida entre las sombras y de que nadie se percatase de su presencia.

Isaak miró a ambos lados antes de empujar una puerta metálica de color verde oscuro y se metió en el interior. Annabel se mordió el labio y corrió hacia el otro lado de la calle, entrando en el almacén.

El interior parecía haber pertenecido a un antiguo matadero. Había ganchos y cadenas colgados de la pared que erizaron el vello de la joven. En el suelo de piedra había sangre reseca junto con briznas de paja. Annabel miró a su alrededor y vio a Isaak desapareciendo por una trampilla abierta que daba a una oscura escalera de piedra.

La joven había tomado aire antes de seguir a su hermano a lo que parecía la boca del infierno. Allí, sus ojos parpadearon hasta que se acostumbraron a la tenue luz de unas velas que iluminaban un camino empedrado. Alrededor había varias personas con la mirada vacía y de sus labios salían los mismos cantos que había escuchado a Isaak. Su hermano se aproximaba más y más y las voces se alzaron hasta el techo del lugar. Annabel sentía el impulso de salir corriendo, pero no podía. Su hermano bajó la cabeza y dejó que le tumbasen en un altar lleno de inscripciones de un idioma desconocido. Allí, Annabel se mordió el labio y sintió las lágrimas cayendo cuando vio la hoja cercenando el cuello y la cabeza de Isaak rodando por el suelo.

Y allí estaba ella. Aún escuchaba los cánticos y la marca había aparecido a la mañana siguiente en su mano. Y lo supo. Supo que estaba condenada desde el momento en que su hermano había muerto.

Cerró los ojos y respiró hondo, llevándose una mano al pecho, intentando relajarse. Las ramas agitándose golpeaban el cristal y el viento aullaba en el exterior. Annabel abrió los ojos y se sobresaltó, sintiendo aquél aroma.

Era el mismo que había en el lugar donde Isaak había muerto.

        Se levantó de un salto y tragó saliva. La marca le ardía en la mano y su cabeza se llenó de aquél idioma imposible de pronunciar. Se llevó las manos a los oídos mientras las lágrimas caían por sus mejillas.

Un golpe la sobresaltó, provocando que levantase el rostro y fijase la mirada en la ventana. Sentía un nudo en la garganta y sollozó, sabiendo que era su final. Lentamente se fue girando para enfrentarse al monstruo que venía a por ella, rezando por su alma.

Allí estaba.

Había venido a por ella.

A por su sacrificio.